Pablo, en su primera carta a los Corintios habla del valor y la fuerza del
amor, y en el capítulo 13 de la misma, realza su importancia:
“Aunque yo hablara todas las lenguas de los
hombres y el lenguaje de los ángeles mismos, si no tuviera amor o caridad,
vengo a ser como un metal que suena, o campana que retiñe. Y aunque tuviera el
don de profecía, y penetrase todos los misterios, y poseyese todas las
ciencias; aunque tuviera toda la fe posible, de manera que trasladase de una a
otra parte los montes, no teniendo amor, soy nada. Aunque yo distribuyese todos
mis bienes para sustento de los pobres, y aunque entregare mi cuerpo en las
llamas, si el amor me falta, todo lo dicho no me sirve de nada. El amor es
paciente, es dulce y bienhechor; el amor no tiene envidia, no obra precipitada
ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambicioso, no busca sus intereses,
no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace sí en
la verdad; a todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo, todo lo espera y
lo soporta todo. El amor nunca se acaba; las profecías terminaran y cesaran las
lenguas y se acabará la ciencia. Porque ahora nuestro conocimiento es
imperfecto e imperfecta la profecía. Mas llegado que sea lo perfecto,
desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como
niño, juzgaba como niño; más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño.
Ahora vemos por espejo, oscuramente; más entonces veremos cómo fui conocido y
ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de
ellos es el amor” (1 Corintios 13).
Aparentemente, en aquel tiempo, la congragación en
Corinto era difícil de dirigir. La gente se rebelaba contra las autoridades,
tenían problemas entre ellos, enfrentaban situaciones de indisciplina y falta
de moral. Pablo, trataba de comunicarles el desorden en el que vivían y los exhortaba
a corregir su conducta. Sobre todo, haciendo especial énfasis a seguir un
camino mucho más excelente, el amor.